
Los meses pasaron volando… Y el recuerdo de ese diciembre se empieza a desvanecer. Solo queda latente una frase que aún duele y perfora como si fuese ayer.
«ANDATE A TU PAÍS Y NO VOLVÁS MÁS». Fue lo que más me taladró, lo que se clavó aquí adentro, lo que hizo que una rabia se instale aquí en el pecho, y lo que, de alguna manera, hizo que agarre el poco orgullo que aún me quedaba para no volver, pero sobre todo, hizo que abrace más mi identidad, esa que es de migrante, de india, de chola, de indígena, de rasgos andinos que muy bien te encargaste de restregármelo.
Esa identidad de la que alguna vez dijiste que sentías «cosa» porque no querías cargar el peso de lidiar con que tus amigos me discriminen, porque tal cual dijiste y me calificaste, «tengo rasgos andinos» , y sí, supongo que era mucho para ti asumir el «tener que defender-me», a pesar de que nunca te lo pedí, y peor aún, como si yo no pudiese hacerlo.
Pasaron los meses, y sí, está identidad se fue fortaleciendo a partir del dolor, de la indignación, de la negación, de la aceptación, de la incertudimbre, del miedo de afrontar el resto de los días sin tu presencia, de esa angustia existencial que dejaste, como nunca nadie había dejado.
«ANDATE A TU PAÍS Y NO VOLVÁS MÁS», tal es la pena y el dolor que dejó esa frase, esa maldita frase, que hasta pensé en tatuármela, justo al lado del corazón, a ver si así dejaba de estrujarse tanto y de andar como idiota incentivándo a la cabeza que te escriba, que te busque, que corra hacia ti y te diga que una vez más perdonaría tu maltrato, tus ofenzas, tu crueldad, tu no saber parar, tu lastimar, tu ansia de dar en la herida y echarle sal y limón para que arda más.