
La vida transportista, el devenir de los carros, la polvareda del paradero, las súper comidas matutinas, el bullicio propio de chóferes y cobradores, las visitas a los talleres, los largos viajes de camiones, están presentes en mi vida, muchos más años de los que tiene mi banal existencia en este mundo.
Nací en ese mundo que papá trajo consigo, heredando una faceta de vida que no pedí, como con todo, pues llegamos a esta existencia desconociendo las herencias sociales y culturales, pero que son parte de nuestro crecimiento, de nuestro ser.
Desde niña lo presencié, primero papá con el camión, con largos viajes, en los que se le veía poco, o a veces nos llevaba con él, y vagos recuerdos tengo, como la caja de madera con cientos de casetes con diversos géneros musicales, alguno de ellos tenía mi disque propiedad, pues Parchis estaba presente.
Después llegó la faceta de microbusero, y poco a poco, más y más carros, con sus respectivos trabajadores , y papá administrando eso, y yo en mi inocencia solicitaba las cuentas diarias, porque claro, la Liz de seis años también se creía dueña.
Más tarde, llegó la interprovincialidad, con viajes a Huaral y Huacho, y vaya que me encantaba subirme al carro, al lado del conductor, al lado de papá, y divisar todo el viaje desde aquellos amplios parabrisas. Las pistas amplias, el cambio de la ciudad a lo rural, hasta llegar a la nada misma, con solo cerros, playa y neblina. Era la vida perfecta, la sensación de que dejábamos cosas atrás sin mayor importancia, y que la ruta nos hacía, junto a la música, que cantábamos los dos, a medio pulmón, pero los dos.
Hace unos cinco años, la Liz adulta decidió dejar las carreteras, por un viaje aéreo que le costó una distancia bastante importante e interesante de aquella faceta transportista heredada, y a pesar de que hubo pequeñas visitas, recién ahora volvimos a ese paradero, a esos micros.
Hoy, papá ya no está más en la Lima; hoy, papá migró también, pero aquí en Lima quedan los rezagos, y solo basta acercarse un poquito como para sentir que fue ayer que aún estábamos montados en el devenir del microbusero.
Y este mundillo se apodera un poco de mí, y me veo sentada en el restaurante del paradero, al lado de mi tío, saludando a todos, preguntándoles como están y sintiendo que el tiempo no pasó; veo nuevos rostros y aunque ni saben quien soy, estoy segura que reconocerán mi cara, y de pronto vuelvo a ese escenario de ser una Ramos más. “¿Es de los Ramos?”, “¿hija de que Ramos?”, “¿es tu sobrina?”, preguntas van y vienen.
Los días pasan, y subo a Pesquero, y la pregunta más natural…”señorita, ¿usted es la sobrina del loco Abraham no?”, “Sí”, respondo. Sonríe el cobrador “ya la reconozco”, y con un ademán, se niega a cobrarme un pasaje, yo agradezco, recordando el privilegio que siempre tuve de ser una Ramos en Pesquero, pues casi nunca pagaba pasaje.