Pasada la medianoche, dejó la comodidad del pequeño puesto de comida, para adentrarse en la oscuridad. Al salir, se estremeció por el frío, apretó medianamente el vaso con café que aún tenía en la mano, abrigando la esperanza de encontrar algo de calor. Tomó el último sorbo, y levantó la mirada en busca de aquella couster que lo acompañaba día a día. Inició la caminata por el canchón, dando pasos largos, cuidando que el polvo no se impregne en su único pantalón de trabajo. Al llegar, dio una pequeña palmadita a uno de los faros, en muestra de gratitud, por un día más de trabajo y miró con cariño al vehículo, pues era su primer carro, años más tarde, aunque él aún no lo supiera, tendría una flota.
Subió por la puerta trasera de la couster; hacía menos frío, pero el invierno húmedo limeño aún le provocaba estremecimientos, pues no terminaba de adaptarse a ese clima, que ya le había provocado un par de fuertes gripes. A pesar de la pesadez de sus párpados y los bostezos descontrolados, sabía que aún faltaba terminar algunas pendientes antes del amanecer. Se dirigió al volante, se sentó y verificó el tablero, comprobando que las agujas del nivel de aceite y petróleo estén correctas.
Mentalmente contaba los bostezos que daba, pues era una forma de mantener el cerebro activo. Habiendo ya terminado el ritual de verificación, decidió ir al último asiento, el que no tenía separaciones, sacó el pequeño maletín que tenía guardado (en la guantera), buscó la crema de lustrar calzados, abrió la ventana y el aire frío le pegó de lleno en el rostro, despabilándolo. Sacó los zapatos y empezó a lustrarlos al ras de la abertura que tenía frente a él.
Al terminar, guardó los utensilios usados, y extrajo el cepillo de dientes, la pasta dental y una botellita de agua. Asomó la cabeza por la misma ventana para lavarse los dientes; pensó que esa frescura le había robado un poco el sueño, enjuagó sus manos y supo que ya podía recoger todo y acobijarse en el calorcito que le daba la couster. Una vez más tomó el maletín, depositó sus herramientas de aseo y sacó las dos colchitas que siempre llevaba con él. No cabía duda de que hacía ya tiempo que su carro se había convertido en un hotel de lujo por las noches.
Se envolvió entre las mantas y notó que estas aún conservaban el olor propio de su casa, la cual estaba a cientos de kilómetros. Sospechaba que el olor de la lana de pacho iba a tardar en irse y esto le hacía feliz, ya que al menos así podía tener un pedacito de lo que fue su hogar hasta hace algunos meses. Mientras se acomodaba entre los duros asientos, tratando de hallar una posición cómoda para su columna, pensó en cuántas personas se habían sentado en ellos durante el día. El servicio de transporte urbano era así: cientos de personas que suben y bajan. Rostros que probablemente no volvería a ver más.
Sus pensamientos divagaron como todos los días. La melancolía volvió. Añoraba su casa, el característico aroma a tierra húmeda que venía de las chacras donde su padre trabajaba todos los días, el cantar de los pájaros al amanecer y el cacareo de los gallos que lo despertaban. Extrañaba tanto el olor que provenía de la cocina en las mañanas, donde su madre hervía la leche recién ordeñada, el crujir del maíz en la sartén, el sabor inigualable del queso fresco y de la papa directa de las tierras. Pensó que ahí estaría mucho más cómodo y abrigado.Pero, la decisión y las ansias de progresar, de buscar una nueva vida, lo llevaron a ese frío asiento. Y aquella duda que crecía poco a poco, una vez más, lo envolvió
Pensaba en su antigua vida, tanto, que logró escuchar la voz de su madre, que desde el corral de los animales lo llamaba para que vaya por agua al riachuelo. En el camino, mientras corría, sintió ese fríecito mañanero golpeando su rostro y cuarteando sus labios. El agua helada envolvió sus manos mientras llenaba los jarrones que llevaba consigo y, con pesadez, emprendió otra vez el camino cuesta arriba, con cierta dificultad por el peso, a un ritmo relativamente lento, tratando de no desperdiciar ni una sola gota de agua, pues sabía y entendía lo valiosa que era.
El sol, que ya se había puesto y se mostraba imponente en aquel cielo limpio, disparaba sus abrigadores rayos, los cuales alcanzaron los ojos del hombre. Sintió incomodidad, pues no le dejaba ver el camino de regreso a su casa. Buscó cambiar de posición, pero ahí seguía esa luz molesta. Empezó a maldecir su suerte hasta que un golpe seco en el rostro, proveniente de su mano, lo hizo caer de bruces en el piso de la couster. El olor a petróleo del piso lo invadió de inmediato y se levantó de porrazo. Sus ojos fueron directo al reloj de su muñeca. Aún le quedaban veinte minutos para salir en ruta como todos los días.
Tomó el frasquito de champú y salió raudamente del vehículo, hacia el único lavadero que había en el canchón, mientras se aseaba, pensó que había sido un sueño tan vivido, un par de lágrimas se mezclaron con el agua mientras se enjuagaba.